Hace ya muchos años, cuando decidí dejar de ejercer la psicología para dedicarme de lleno al teatro para niños, comenzó para mi un viaje que me llevaría a los lugares más lejanos, sorprendentes y hermosos de este México profundo, como bien anotara el maestro Bonfil Batalla. Poco a poco, palmo a palmo, entre las notas de un violín, el tequio comunitario, la fiesta pirotécnica, la noche entre cuenteros, la recolección del maíz, la decoración de una máscara y el enorme gusto de poder saborear un atole de guayaba, aprendí muchas cosas, pero de entre las más valiosas; la admiración y el respeto por la cultura popular, esa que ejercen los artistas más olvidados, los más ajenos al glamour comercial, pero sobre todo los más auténticos y más creativos de entre todos los artistas de estas tierras nacionales.